Esta historia es sencilla, cuando te aprietan, cuando te persiguen y cuando lo que quieren hacer contigo es desaparecerte, das un paso adelante y otros mas, corres, escapas, huís y eso fue lo que yo hice.
Eran finales de los años setenta cuando mi país, Guatemala pasaba un momento muy difícil, eso no significa que ahora o antes de la década que te menciono no haya sido mas fácil vivir.
Por esa época empezaba a vivir del fruto de mi carrera universitaria, ya casi llegaba a los treinta de vida y mi formal intención era establecer una familia con mi novia de toda la vida, extender la familia, dedicarme al trabajo y ver el fútbol los fines de semana con los niños y mis padres. Ese era mi sueño, tan simple, tan poco, tan justo. Trabajaba en una escuela como subdirector de la misma. Era una tarea de muchas satisfacciones, formando y enredándome la cabeza con la curricula, con los padres de familia, calendarizando jornadas, planificando actividades, era alegre y el dinero ni me faltaba ni me sobraba, la alegría abundaba en la sonrisa de los niños y de la comunidad educativa a la que pertenecía. Por ese tiempo bien recuerdo que estudiaba por las tardes, en la Universidad, ya había terminado el Profesorado y estaba con la inquietud de llegar a una Licenciatura así que hacia el esfuerzo para engañar al cansancio adquirido en la mañana y llegar a estudiar por la tarde.
Así lo hice por algunos meses hasta que el conflicto armado y los dos bandos en disputa decidieron invadir nuestras vidas con sus oscuras o claras intenciones, batían a balazos a estudiantes, a indígenas de pueblos no muy lejanos a la capital donde yo residía. Se sentía la tensión en las calles, la gente dejo de hablar, dejo de leer y se conformo con lograr sobrevivir. Los guatemaltecos corríamos, con la cabeza agachada y con la boca tapada, sordos sin dejar evidencia de nuestras acciones, aunque fueran mínimas. Lo mismo sucedió con los niños, las escuelas fueron clausuradas de ideas, de felicidad y un manto de sangre cubrió mi Alma Mater, estudiantes desaparecían como por arte de magia: de magia negra. No solo estudiantes, también maestros, directores, personal administrativo. Las clases se empezaron a vaciar y las fosas se empezaron a llenar, la sangre que no solo corría en los pueblos, empezó a caer mas cerca de mis pies. Los libros eran prohibidos y pensar era juzgar, era planificar era salirse del cerco impuesto por el feroz sistema militar o el escurridizo pensar guerrillero.
La desconfianza reinaba y el desespero llegaba tarde pero llegaría. Así que decidí marcharme del país, con una mochila, con la poca comodidad del viaje y con un dinerito guardado, pensé que iba a ser temporal pero ya vez, las cosas nunca o casi nunca son como uno las piensa, como a uno se le antoja o como uno las sueña en la intimidad de una cama y una almohada.
Ahora vivo en Los Estados Unidos, donde siento que soy respetado, soy bien pagado, donde la libertad existe y donde las cosas tienen un punto de esperanza a cada paso, forme una familia con otro amor y ahora no veo fútbol con los niños, ahora es básquetbol o fútbol americano los fines de semana.
Vivo tranquilo pero a veces cuando la noche es fría o el calor baja a un estado tropical recuerdo a mi país a sus aromas, a el olor de tierra mojada, o a la cocina de la abuela, a veces solo a veces regreso a lo que deje, a lo que me persigue en la piel, lo que aún esta en la sangre. Me persigue ese equipaje que solo la muerte me va quitar. El recuerdo.